Nunca imaginé que hacer la maleta para irme a la universidad iba a ser tan doloroso. No por el viaje en sí ni por la nueva etapa, sino por todo lo que se remueve mientras una recoge. Estoy rodeada de cajas abiertas, con ropa que no sé si llevarme, libros que no sé si tienen sentido allá donde voy, y una cantidad absurda de cosas que no recordaba que tenía. Desde figuritas que me parecían lo más con diez años hasta papeles doblados con frases que escribí en un momento que claramente creí profundo.
El caso es que, entre tanto caos, me ha dado por abrir una caja vieja que estaba debajo de la cama. Es una caja de cartón que alguien decoró con pegatinas (probablemente yo a los doce) y que ni recordaba que existía. Dentro hay fotos impresas, servilletas con dibujos, recortes, cosas muy aleatorias. Y justo ahí, al ver una foto en la que estoy comiéndome una tosta en casa de mis abuelos, he tenido un momento de esos que te sacuden. He pensado: “Madre mía, siempre ha estado ahí”.
Me refiero al queso de cabra. Puede sonar ridículo, pero de verdad que casi todos mis recuerdos bonitos, de esos que te hacen sentir en casa, huelen a pan tostado y a queso de cabra. Y no porque sea una gourmet del queso ni mucho menos, sino porque ha sido el acompañante de tantos momentos importantes que, para mí, ya no es solo un alimento: es un símbolo.
En casa de los abuelos, con las manos manchadas de mermelada
Los domingos familiares en casa de mis abuelos eran sagrados. Íbamos todos: mis padres, mis hermanos, mis tíos, mis primos, el perro… Comíamos en el jardín si hacía buen tiempo o en el salón si llovía. Mi abuela cocinaba para un ejército y siempre había mil cosas, pero yo me iba directa al pan con queso. A veces eran tostas con queso de cabra y mermelada de tomate. Otras veces solo el queso, cortado en trocitos, aún templado, servido en un plato de cerámica azul que solo usaba los domingos.
Lo gracioso es que no era algo muy pensado. Mi abuela simplemente sabía que nos gustaba a varios, así que lo compraba cada semana en el mercado. Era un rulo de queso de cabra bastante básico, envuelto en papel de estraza. Pero para mí, era especial. No solo por el sabor fuerte que me encantaba (aunque a algunos de mis primos les parecía demasiado intenso), sino porque era parte del ritual. Llegar, saludar, poner la mesa, oler a comida rica y ver ese queso en la encimera era como decir “todo está bien”.
Me dejaban ayudar a veces a montarlo en las tostas. Mi abuela me cortaba el pan, y yo ponía el queso. Me sentía mayor, y feliz. No había muchas cosas que me hicieran sentir tan tranquila como esos ratos en la cocina. Luego, todos nos sentábamos a comer, y hablábamos y reíamos durante horas. El queso estaba ahí, sencillo, en el centro de la mesa. Como si supiera que no hacía falta que nadie le prestara atención especial, porque ya formaba parte del ambiente.
Cumpleaños, meriendas y el descubrimiento de que el queso de cabra también es “cool”
A los catorce, mis amigas me organizaron una merienda sorpresa en el parque. Yo estaba en una etapa de esas en las que todo da vergüenza y parece incómodo. Me preocupaba lo que pensaran los demás, no sabía qué hacer con mi pelo y sentía que todo el mundo sabía vivir mejor que yo. Pero esa tarde me reí como hacía mucho que no me reía.
Una de ellas, la más detallista, trajo una fiambrera con tostas de pan integral, un poco de mermelada y queso de cabra. Yo me quedé en shock. Le pregunté cómo se le había ocurrido, y me dijo: “Mi madre dice que el queso de cabra es el que más le gusta a la gente”. Me hizo mucha gracia, pero también me hizo sentir especial. Como si, por una vez, mis rarezas fueran buenas.
Desde entonces empecé a hablar más abiertamente de lo mucho que me gustaba ese queso. Ya no era solo un gusto de infancia: era algo que yo elegía. Lo pedía en los bares, lo usaba en las ensaladas cuando me tocaba cocinar en casa, incluso intenté hacerme una pizza casera solo para ponerle queso de cabra. Me salió regulera, pero la intención estaba.
Las noches en casa del pueblo y el queso en las cenas de verano
En verano solíamos ir a la casa del pueblo. Era un lugar pequeño, sin muchas cosas que hacer, pero donde todo era más lento y bonito. Dormíamos con las ventanas abiertas, salíamos a andar por la tarde, y por la noche cenábamos en el patio, con velas, manteles de cuadros y platos que no combinaban entre sí. La comida era sencilla: pan, tomate, algo de embutido, ensalada… Y casi siempre, queso de cabra.
Mi madre lo compraba en una tienda del pueblo que olía fuerte nada más entrar, pero que tenía los mejores productos del mundo. Allí descubrí que no todo el queso de cabra es igual. Que los hay frescos, curados, con moho, sin moho, con hierbas, con pimienta… Un día el señor de la tienda nos dio a probar uno más curado de lo normal, con un sabor más fuerte. Me encantó.
Esas cenas me marcaron. No por el queso en sí, sino porque todo era fácil. Hablábamos de cualquier cosa, nos reíamos de tonterías, nos quedábamos en la mesa hasta tarde, aunque al día siguiente madrugáramos. Me gustaba mirar cómo mi madre preparaba la tabla de quesos, cómo cortaba el pan, cómo ponía las cosas con cariño. Y siempre había queso de cabra.
Primeras recetas, primeros errores, primeras alegrías
A los quince me atreví a cocinar sola una quiche. Era para el cumpleaños de mi madre. Me busqué una receta en internet: masa quebrada, espinacas, huevo, nata… y, por supuesto, queso de cabra. Me pareció elegante.
Primero me asesoré con ciertas empresas y queserías especializadas en queso de cabra, como Adiano, quienes, tras ayudarme a escoger el mejor tipo de queso para mi receta, me recomendaron añadirlo en trozos por encima justo antes de hornear para que se quedara cremoso y con más sabor. Me pasé toda la tarde en la cocina. Me olvidé de precalentar el horno y la base me quedó blandita, pero el sabor estaba rico. A todos les encantó, y dicen que el queso salvó la receta, y yo no lo niego.
Desde entonces, cuando quiero cocinar algo especial, siempre recurro a alguna receta que lo incluya. Me parece versátil y con personalidad. Va bien con dulce, con salado, caliente, frío, con ensaladas, pasta, pan, fruta… Y aunque no soy experta ni mucho menos, me gusta saber que tengo un ingrediente que no me falla.
Cuando alguna vez he tenido días malos, de esos en los que todo parece torcido, me he hecho una tosta rápida con queso de cabra y un poco de miel. O una ensalada con lo que tuviera por la nevera, siempre con un poco de queso desmigado. No es que te arregle la vida, pero ayuda.
Lo que me llevo y lo que dejo
Ahora que estoy recogiendo mi cuarto, todo me parece raro. No sé si echaré de menos mi cama, mis libros o mis peluches, pero sé que voy a echar de menos comer en la mesa con mi familia. Las cenas sin prisas, los domingos largos… las conversaciones en la cocina.
En una de las cajas he guardado un paquete de queso de cabra que mi madre compró el otro día. Lo metió al vacío para que me durara. No dijo nada, pero sé que lo hizo pensando en que me diera un pequeño consuelo los primeros días. Cuando llegue, lo sacaré con cuidado, me haré una tosta, lo oleré, lo probaré. Y, aunque esté en una cocina que no sea la mía… me sentiré cerca de casa.
Me parece bonito que algo tan simple como un queso me haya acompañado en tantos momentos. No sé si en la residencia lo podré tener siempre, o si alguien dirá que huele raro. Me da igual. Yo lo seguiré comiendo porque me hace feliz.
Sí, es el que más me gusta… pero no solo por el sabor
No es solo que me encante cómo sabe. Que me parece un sabor potente, cremoso, un poco ácido, diferente a todos los demás. Que lo encuentro más digestivo, que me gusta su textura, que me gusta cómo combina con todo. Es que está presente en casi todos los buenos recuerdos que tengo. Ha sido testigo de cumpleaños, cenas de verano, meriendas con amigas, conversaciones importantes, errores en la cocina y también triunfos.
No tengo claro muchas cosas sobre mí ahora mismo. Estoy a punto de empezar una etapa nueva, con gente nueva, en una ciudad que no conozco. Pero sí sé que me gusta el queso de cabra. Que es mi favorito. Que me ha acompañado desde que tengo memoria. Y que, aunque sea una tontería, me da seguridad.
Así que sí, si tengo que elegir un queso, elijo ese. Porque me gusta, porque me representa y porque me ha dado momentos muy felices. No es solo comida. Es parte de mi historia.