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Intenté armar un mueble de IKEA yo sola y casi pierdo una mano

A veces tengo la sensación de que nos han vendido demasiado bien la idea de la autosuficiencia. No me malinterpretes: está bien saber valerse por una misma, aprender cosas nuevas, no depender de nadie… pero ¿realmente tenemos que poder con todo? ¿Incluso con lo que no tenemos ni idea de cómo hacer?

Vivimos en una época donde parece que pedir ayuda es sinónimo de debilidad. Todo el mundo te dice que “tú puedes”, que es solo cuestión de proponérselo, de tener actitud. Y sí, tener actitud es importante, pero también lo es saber cuándo dar un paso atrás y decir: esto no es para mí. Pero claro, eso no te lo enseñan, lo aprendes a la fuerza.

 

En mi caso, lo aprendí con una estantería de IKEA

Lo que empezó como una idea inocente de “voy a montar un mueble para aprovechar la tarde” terminó en una especie de capítulo de supervivencia doméstica, con drama, frustración, golpes, sudor, lágrimas (casi) y una visita obligatoria a un centro de rehabilitación.

Te lo cuento porque, aunque ahora me río, estuve semanas con dolor, y más semanas aprendiendo que no somos máquinas. Y que, a veces, la mejor forma de cuidarse es pedir ayuda antes de que sea tarde.

 

El día que me creí MacGyver

Todo empezó un sábado por la mañana. Tenía el día libre, la casa medio ordenada y una caja enorme que llevaba semanas ocupando espacio en el salón: una de las tantas estanterías que vende IKEA. Una de esas piezas que parece fácil de montar. En la web prometía montaje sencillo, instrucciones claras y una estructura tan resistente como elegante.

Llevaba días posponiéndolo. Había considerado llamar a alguien para que me ayudara, pero entre que no quería molestar y que pensé “si hay vídeos de niños montando muebles de IKEA, yo también puedo”, me convencí de que era la oportunidad perfecta para demostrarme algo. No sé muy bien qué, la verdad.

Abrí la caja con emoción, como si fuera un regalo de cumpleaños. Saqué las piezas, ordené los tornillos por tamaño (error número uno: sin saber realmente cuál iba dónde) y me senté con el manual de instrucciones delante, dispuesta a hacer historia.

Lo único que hice fue daño.

 

Primeros 45 minutos: todo bajo control

Al principio iba todo bien. Las primeras piezas encajaban con facilidad, y aunque tuve que apretar los tornillos con más fuerza de la que pensaba, me sentí orgullosa. Incluso saqué el móvil para grabar un pequeño vídeo estilo “timelapse” por si quería compartir mi éxito más tarde. El fondo era Beyoncé, obvio.

Estaba tan segura de mí misma que hasta pensé que podría hacer esto más a menudo. “Tal vez debería dedicarme a montar muebles como hobby”, pensé. “Es terapéutico”.

Terapéutico mis narices…

 

Segunda hora: la frustración empieza a oler

Pasados los 45 minutos, empecé a notar que algo no iba bien. Una de las piezas que debería encajar verticalmente parecía estar al revés. Revisé el manual, giré la tabla, probé otra vez… y nada. Empecé a sudar. El entusiasmo se fue diluyendo y lo que quedó fue un leve picor de rabia.

Empecé a forzar piezas. “Esto entra sí o sí”, me decía mientras trataba de hacer presión con la rodilla en un extremo y el hombro en el otro. Nada. El destornillador se me resbalaba, y empecé a sentir esa pequeña punzada en la muñeca derecha, justo en la base del pulgar.

Por supuesto, la ignoré, porque una es terca.

 

Tercera hora: sudor, dolor y palabras que no puedo escribir aquí

La estantería empezó a parecerse menos a una estantería y más a una trampa medieval. Tenía tornillos sobresaliendo, piezas mal puestas, y yo estaba en el suelo, con el pelo pegado a la cara por el sudor y los nervios.

Decidí que necesitaba más fuerza, así que usé mi peso corporal para apretar una de las uniones. Me subí encima del marco mientras trataba de girar un tornillo con una llave Allen que se me clavaba en la mano como si fuera un cuchillo. Y entonces pasó.

Un crujido en la tabla… en mi muñeca y en mi alma. Sentí un dolor agudo y claro, de esos que no puedes ignorar. Me senté, solté la herramienta y me quedé mirando el desastre: una estantería incompleta, una mano que empezaba a hincharse y un ego completamente triturado.

 

El orgullo puede más que el dolor (por un rato)

Podría haber llamado a alguien: a mi hermana, a un amigo, al vecino… pero no, decidí que podía terminar el trabajo otro día, cuando me doliera menos. Así que me tomé un ibuprofeno, me puse hielo en la muñeca y me tiré en el sofá como si acabara de sobrevivir a una batalla. Me dije que solo necesitaba descansar un poco, que con una noche de sueño todo volvería a su sitio y que al día siguiente me levantaría como nueva.

Pasaron los días y el dolor seguía ahí. Al principio pensé que era normal, que era solo una sobrecarga, un pequeño esguince sin importancia. Pero empezó a limitarme de formas que no me esperaba: no podía abrir tarros ni peinarme con la mano derecha, y ya el simple gesto de atarme el sujetador se volvió una odisea. Dormía mal porque cualquier movimiento me despertaba con pinchazos. Y ya no era solo la muñeca: el cuello me dolía, el hombro se había tensado y el mal humor era constante. Todo el cuerpo parecía protestar por algo que yo seguía empeñada en ignorar.

Me costaba incluso vestirme sin hacer muecas. Empecé a usar la mano izquierda para todo, lo que convirtió cada tarea simple en una especie de juego de coordinación mal diseñado. Cortar comida, cepillarme los dientes, incluso escribir en el ordenador se convirtió en una pesadilla lenta. Mi paciencia se fue agotando a la par que mi movilidad. Y ahí, justo ahí, empecé a preocuparme de verdad.

 

Google, mi doctor de confianza (pero no recomendado)

Busqué en Google. Ya sabes, esa cosa que una hace cuando quiere asustarse. “Dolor en la muñeca después de forzar tornillos”. Las respuestas iban desde un simple tendón inflamado hasta una posible rotura de ligamentos.

Entré en modo pánico y luego en modo negación, hasta que una amiga me recomendó dejar de leer foros y hacer algo útil: buscar un centro especializado en rehabilitación de mano y articulaciones. Investigando un poco encontré a Cerema Rehabilitación, un centro que se enfoca en lesiones comunes de mano, codo y hombro, como las que te buscas cuando te crees experta en bricolaje sin preparación.

Desde allí me dieron un consejo: “Si duele, para. Y si ya duele, no lo fuerces más. El hielo no es solución mágica y mover la zona sin control puede empeorar la lesión”. Así, tal cual. A veces el mejor remedio no es hacer más, sino dejar de hacer lo que está empeorando la cosa.

Al principio me dio vergüenza. ¿Cómo iba a ir a un sitio así por montar un mueble? Sentía que no era una “lesión seria”, que exageraba. Pero lo cierto es que el dolor no mejoraba, y mi calidad de vida estaba bajando por una estantería de oferta.

Así que pedí cita.

 

La solución que debí considerar desde el principio

Elegí un centro y fui con algo de miedo, como si tuviera que justificar que mi muñeca doliera tanto solo por intentar ser autosuficiente. Pero, para mi sorpresa, no fui la primera ni la última. Me contaron que cada vez más personas acuden con lesiones domésticas: por montar muebles, hacer jardinería, pintar paredes, cargar cajas. Lo que parece una tontería termina generando una lesión si se hace mal o con esfuerzo repetido.

Me atendieron con amabilidad. Me hicieron pruebas sencillas, ejercicios específicos y lo mejor: me explicaron por qué me dolía. No era solo la muñeca, tenía tensión acumulada en todo el brazo, el cuello y parte del hombro por forzar posturas durante horas sin darme cuenta.

Comencé sesiones de rehabilitación adaptadas a mi situación. Poco a poco fui recuperando movilidad. Me enseñaron estiramientos, formas correctas de usar herramientas y algo que me pareció curioso: cómo escuchar las señales de alerta del cuerpo antes de que grite.

Gracias a ese centro especializado en mano, cuello y hombro, volví a mover la muñeca con normalidad. Sin dolor, sin rigidez… y, sobre todo, sin culpa.

 

La estantería y la lección

Finalmente, mi cuñado me montó el mueble con la ayuda de un taladro eléctrico y dos cervezas. Yo observé desde el sofá, con una férula puesta y un poco de orgullo herido.

Hoy la estantería luce preciosa. Está llena de libros, plantas pequeñas y una figurita de un esqueleto miniatura que me recuerda que no todo lo barato sale barato. Ni todo lo “hazlo tú misma” tiene que ser una batalla campal contra tus huesos.

He aprendido que está bien hacer cosas sola. Pero también está bien saber cuándo parar. Y si alguna vez te pasas de la raya, como hice yo, agradece que hay centros y profesionales que pueden ayudarte a volver a estar bien.

Si alguna vez notas que algo no va bien en tu muñeca, hombro o cuello después de algún esfuerzo mal hecho, busca un centro de rehabilitación especializado. Que te traten con respeto, profesionalidad y paciencia, como hicieron conmigo. Tu cuerpo lo agradecerá, y tu estantería también.

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