En mis años de universidad había una tradición muy curiosa que se hacía en mi residencia cuando llegaba el frío definitivamente. Hablamos que en Alicante, la ciudad donde yo estudié, los otoños podían camuflarse fácilmente como meses de verano cubiertos de una sudadera o chaqueta para la noche. Y el frío muchas veces tardaba en llegar hasta el punto de que algunos noviembres todavía se podía ir a la playa. Por eso, cuando el frío terminaba por llegar, y el conserje se decidía a poner la calefacción, la cocina organizaba un día de comidas fuertes para celebrar que por fin podíamos disfrutar de las fabadas, lentejas y sopas con pelotas sin miedo a que nos diera un soponcio por el calor. Quizá haya un poco de exageración en esto, pero lo que si que es cierto es que durante un día ganábamos al menos dos kilos.